Por Luis Veron
Al amanecer del 29 de setiembre de 1932, la tibieza del alba anunciaba
un nuevo caluroso día chaqueño. Las fuerzas paraguayas se aprestaban
para un día más de asedio del fortín Boquerón. Pero ese día, a poco de
iniciarse el combate, se daría el momento esperado luego de veinte días
de encarnizada lucha.
El coronel Arturo Bray relata: “Aún faltaba un cuarto de hora para la
hora ‘H’, cuando se escuchó un breve tiroteo a la izquierda, seguido de
un prolongado ‘grito patriótico’, lo cual era indicio de algún
acontecimiento favorable. Después, nuevamente un profundo silencio,
interrumpido, de vez en cuando, por un extraño cuchicheo en nuestra
fila, que no podíamos interpretar, hasta que el cabo Brígido Mongelós,
del grupo de mando, exclamó de repente: ‘Bandera blanca, bandera
blanca’.
Automáticamente, todas las miradas apuntaron hacia el
sector señalado, en busca del signo de la rendición. La tarea fue fácil,
pues para ese instante una cortina de ropas blancas de todos los
tamaños se había extendido de punta a punta sobre la trinchera enemiga;
camisas y pañuelos blancos, atados en la punta de rústicas varillas,
ondulaban pausadamente detrás de los parapetos. Era la rendición
incondicional que ofrecían los bravos defensores de Boquerón. Nuestra
emoción fue tan grande que por algunos instantes nadie osó mover un
dedo, como si un poder mágico paralizara nuestras energías y nuestras
voluntades. Además –¿por qué no decirlo?– un poco de desconfianza o
temor a lo que podría ser una trampa primaba en nuestro ánimo; hasta que
un oficial, el más decidido, se animó a gritarles: ‘¡Salgan de sus
trincheras, sin armas!’.